Paracuellos del Jarama: Una infamia sin castigo
Y a uno de los responsables le pondrán una calle en Madrid: Santiago Carrillo
Poco a poco van apareciendo nuevos testimonios que ponen en su sitio al camarada Carrillo que siempre eludió su responsabilidad en estas matanzas indiscriminadas.
Pero con ser ello muy grave, lo es más que se mirase hacia otro sitio cuando se intentó aclarar este suceso. Y para remate de la jugada se le pone el nombre de una calle en Madrid. Increible. El delito de muchos de ellos es que iban a misa. Actitud subversiva y muy peligrosa.
Y se encoje el corazón pensar que no hubo juicio ni posibilidades de defensa. Y esta basura fascista habló después pestes de Hitler. Pues de la misma calaña. La misma basura pero con diferente collar.
Carrillo, al frente de un
grupo de jóvenes comunistas, y los anarquistas acordaron la noche del 6 de
noviembre de 1936 consumar la infamia
El 6 de noviembre de
1936, en Madrid no hay nadie con dos dedos de frente que no tenga miedo. Los
que tienen tres, sienten pánico.
Quienes tienen
simpatías por el general Franco temen que en cualquier momento suene una
llamada a la puerta de su casa y una patrulla de milicianos les detenga y se
los lleve con destino desconocido, una cárcel o una cuneta; quienes están con
el gobierno republicano esperan aterrados la llegada de una tropa formada por
moros regulares y legionarios que avanza por la carretera de Extremadura y la
de La Coruña.
La gran masa de
madrileños que no tiene significación política le tiene miedo a cualquier
arbitrariedad. Saben de los «besugos», que es como llaman los niños del barrio
de Prosperidad, como Mila Ramos, a los cadáveres que se encuentran por las
mañanas en los descampados, por sus ojos desorbitados. Y saben de las matanzas
que se cuentan que han cometido los que vienen. Se sabe que en Badajoz Juan
Yagüe ha fusilado a miles, que en Almendralejo…
Reparto de papeles
El gobierno se ha
ido. Francisco Largo Caballero y casi todos sus ministros, en coche. Indalecio
Prieto, en avión. El general Miaja está intentando formar, contra reloj, una
Junta de Defensa con representantes de todos los partidos y sindicatos que
defienden a la
República. Mientras organiza la defensa de la ciudad, negocia
con los políticos el reparto de los cargos.
Cuando se consigue
llegar a un acuerdo, hay cuatro jóvenes de apenas veinte años que ostentan una
autoridad desmesurada para su edad. Amor Nuño Pérez y Enrique García Pérez, que
pertenecen a la CNT,
reciben la responsabilidad de Armamento. Santiago Carrillo Solares y José
Cazorla se hacen cargo del área de Orden Público como representantes de las JSU
(Juventudes Socialistas Unificadas) y ambos han entrado hoy mismo en las filas
del Partido Comunista de España (PCE), aunque eso aún no se sabe.
Una vez constituida la Junta de Defensa, hay una
reunión a la que no acuden más que estos cuatro imberbes. Sobre la mesa, una
propuesta de los nuevos comunistas: un acuerdo con los anarquistas para
resolver un problema acuciante, el de los presos «fascistas» que pueden ser
liberados por las fuerzas de Franco, si llegan a tomar Madrid, y que formarían
un gran contingente de oficiales y combatientes que reforzarían a las tropas
atacantes.
Sobre el problema
hay consenso entre todos los defensores: hay que sacar a los presos de las
cárceles y llevarlos a lugar seguro en la retaguardia, en Alcalá o en
Chinchilla. Pero los comunistas ven la solución de otra manera. Dos agentes del
NKVD, Victor Orlov y el falso periodista Mijail Koltsov, han convencido al
máximo dirigente del PCE que ha permanecido en Madrid, Pedro Checa, para que se
liquide a los presos más peligrosos en lugar de trasladarlos. La fórmula está
calcada de las instrucciones de la policía estalinista para asesinar a
prisioneros zaristas durante la guerra civil que siguió a la Revolución. Orlov
nombra a una persona de su confianza, Grigulevich, como asesor de Carrillo.
Disfraza su nombre con el de Ocampo.
Los comunistas de la JSU, siguiendo las consignas
de su partido, proponen a los anarquistas hacerse cargo del asunto, dividiendo
a los presos en tres categorías: los peligrosos, que deben ser ejecutados de
inmediato «salvando la responsabilidad» de quienes lo hagan; los menos
peligrosos, que deben ser conducidos a cárceles en la retaguardia, y los
inocentes, que deben ser liberados y utilizados para dar una imagen
internacional de humanidad.
¿Cómo hacerlo? Es
bastante sencillo: desde esa noche, todo el poder policial está en manos de las
JSU. Y las milicias anarquistas son las que controlan los accesos a Madrid a
través de las llamadas «milicias de Etapas». El director general de Seguridad,
otro joven comunista llamado Segundo Serrano Poncela, tiene las listas de los
presos. En sus oficinas se les distribuye por categorías. Y milicianos
comunistas se dirigen a las cárceles con los listados en la mano para sacarlos.
No hay tiempo que
perder: de madrugada llega a la cárcel de Porlier un convoy formado por coches
balillas ocupados por milicianos y varios autobuses verdes de dos pisos
propiedad de la compañía de Tranvías de Madrid. Al frente de la comitiva va el
policía Andrés Urrésola, con los papeles que llevan el sello de la DGS y la firma de Serrano
Poncela, que le autorizan a realizar la saca de presos.
Sin obstáculos burocráticos
No hay obstáculos
burocráticos, todo funciona bien. Las puertas de las celdas atestadas suenan
con ecos metálicos y un carcelero comienza a leer los nombres de decenas de
presos, que se han despertado del inquieto sueño a golpes de cerrojo y gritos
destemplados. Uno a uno se van levantando, con la mansedumbre del que está
entregado a un destino sobre el que su voluntad no tiene jurisdicción. Muchos
ni siquiera saben de qué se les acusa para haber acabado en la prisión; otros
tienen más datos, porque han pasado por las chekas y han sido interrogados con
violencia.
Según van saliendo,
los milicianos les atan las manos a la espalda con alambre y les conducen a los
autobuses verdes sin dar más explicaciones.
Manuel R. Ferro, que
tiene veintiún años, los mismos que los miembros de la cúpula que ha preparado
su viaje, sube mansamente al autobús, pero una voz le detiene:
-Manolo, ¿qué haces
aquí?
La voz es de un
conocido suyo, que va vestido como los demás milicianos y Manolo sabe que es
comunista.
-No lo sé.
-Pues anda, vente
conmigo.
A Manuel le saca del
autobús su amigo, que le desata y le urge a que se vaya a su casa sin mirar
atrás. Está aturdido, porque no entiende nada. Pero la alegría le da alas para
volver a su domicilio, en la calle de Serrano a pocos cientos de metros de la
cárcel.
Los demás, que son
muchas decenas, le ven marchar con envidia.
Los autobuses
arrancan en dirección a la carretera de Valencia, que está cortada por el enemigo,
pero en Torrejón de Ardoz se desvían de la ruta y van hasta los alrededores de
Paracuellos de Jarama. Los presos son sacados de los autobuses y colocados en
fila. Los milicianos de Vigilancia de la Retaguardia que les han escoltado les van
fusilando por tandas. Los que esperan ven caer a sus compañeros y saben por fin
adónde les conducían.
Los disparos llaman
la atención de un vecino de Paracuellos, Ricardo Aresté, que puede ver cómo se
desarrolla la matanza. Dentro de unas horas, tendrá que cavar fosas, con otros
muchos vecinos del pueblo, para enterrar a los asesinados. Ese mismo día llegan
tres expediciones más con presos de la cárcel Modelo y la de Ventas. Durante un
mes, esa actividad macabra no se detendrá.
Salvar la responsabilidad
Un día después, el
ocho de noviembre, se reúne el Comité Nacional de la CNT. Amor Nuño presenta
un informe detallado de la máquina que se ha puesto en marcha. Nuño informa con
claridad a sus compañeros del acuerdo que ha permitido ir matando a cientos de
fascistas: lo decidió él con la «cúpula» de las JSU en la Junta de Defensa de Madrid.
Esa cúpula la formaban Santiago Carrillo y José Cazorla. Pero no hay constancia
en el acuerdo de quién lo cerró. No está la firma ni de Cazorla ni la de
Carrillo.
«Ejecución
inmediata, salvando la responsabilidad». Fuera quien fuera de los dos, siguió
con astucia la segunda parte, la de salvar la responsabilidad. Durante un mes
se llevaron a cabo veintitrés sacas más. Un total aproximado de dos mil
cuatrocientos hombres fueron asesinados por el mismo procedimiento en
Paracuellos y sus alrededores. Las matanzas comenzaron a ser conocidas por el
cuerpo diplomático, que intentó pararlas sin mucho éxito. También por el
general Miaja. Y, desde luego, por el ministro de Justicia, un expistolero de la FAI llamado Juan García
Oliver.
La cúpula de las
Juventudes Socialistas Unificadas en la Junta de Defensa de Madrid estuvo al corriente
durante todo el periodo. Sólo la persistente acción del anarquista Melchor
Rodríguez, que fue expulsado de su cargo de director general de Prisiones, consiguió,
una vez recuperado el puesto a principios de diciembre, que la matanza
planificada se detuviera.