domingo, 14 de julio de 2013



Stanley G. Payne: ¿Fue la insurrección socialista de 1934 el primer acto de la Guerra Civil española?

Julián Besteiro, fue marginado
por ser demócrata en 1934

Paradójicamente, fue Julián Besteiro (profesor de filosofía y principal estudioso del marxismo entre los socialistas) quien con más franqueza se opuso a la revolución violenta. Besteiro, que también lideraba la Comisión Ejecutiva de la UGT, advirtió que España no era Rusia, que una revolución en España habría de ser violenta en extremo, siendo probable que fracasase, y que la «dictadura del proletariado» que invocaban los revolucionarios resultaba un concepto anticuado.

Stanley George Payne

DURANTE el primer bienio republicano, los socialistas constituyeron la mayor fuerza dentro de la izquierda moderada. Aunque nunca modificaron su doctrina marxista ni renunciaron de manera oficial a la revolución a favor de la democracia, en la práctica seguían una política de facto de reformismo democrático que parecía asumir que la democracia parlamentaria conduciría al socialismo, postura a la que el propio Friedrich Engels se había acercado mucho a finales del siglo XIX.

La actitud de gran parte de la cúpula y las bases socialistas comenzó a cambiar en el verano de 1933, algo en lo que tuvieron mucho que ver tanto la brusca conclusión del primer gobierno de Azaña (que incrementó la tensión en las relaciones con los republicanos de izquierdas), como la idea de que el reformismo republicano estaba dando sus últimos coletazos. El discurso que Largo Caballero pronunció en la escuela de verano de las Juventudes Socialistas en agosto de 1933, en el que afirmaba la necesidad esencial de recurrir a la revolución violenta, se considera el primer indicio de un posible cambio de política. La presión que los republicanos centristas (y algunos de izquierda) ejercieron aquel verano sobre los socialistas para que abandonasen el Gobierno estimuló esta reorientación. Sin embargo, el factor crucial fue, en esencia, el resultado de las elecciones de 1933, que demostró que la izquierda no era capaz de controlar el Gobierno republicano mediante métodos democráticos y parlamentarios. Para los socialistas la cuestión principal no era la democracia parlamentaria o la revolución per se, sino una simple cuestión de poder.

Tras la disolución final del gobierno de Azaña se originó en el movimiento socialista una poderosa corriente de rechazo hacia cualquier colaboración posterior con los políticos «burgueses», incluso con los republicanos de izquierda, una tendencia que se vio alentada aún más por acontecimientos extranjeros, como el sometimiento de uno de los más fuertes partidos socialistas europeos por parte del autoritario Gobierno Dollfuss en Austria, al que siguió la fallida insurrección socialista de febrero de 1934.

Este giro hacia la violencia se puso de manifiesto durante el otoño de 1933, cuando los socialistas se lanzaron a una serie de ataques letales a los derechistas durante la campaña electoral. Su principal objetivo durante los siguientes meses fueron los miembros de la nueva organización fascista Falange Española. Paradójicamente, fue Julián Besteiro (profesor de filosofía y principal estudioso del marxismo entre los socialistas) quien con más franqueza se opuso a la revolución violenta. Besteiro, que también lideraba la Comisión Ejecutiva de la UGT, advirtió que España no era Rusia, que una revolución en España habría de ser violenta en extremo, siendo probable que fracasase, y que la «dictadura del proletariado» que invocaban los revolucionarios resultaba un concepto anticuado.

Sin embargo, en enero de 1934 Largo Caballero, líder de los revolucionarios, sustituyó a Besteiro al frente de la UGT, que, junto a las juventudes Socialistas, constituiría de ahí en adelante la base del radicalismo socialista. Se creó un Comité Revolucionario y se preparó un programa reclamando la nacionalización de la tierra (aunque no de la industria) y la disolución de todas las órdenes religiosas, así como del Ejército y la Guardia Civil, y exigiendo que unas nuevas Cortes, elegidas democráticamente, ratificasen todos estos cambios una vez que los revolucionarios se hubiesen hecho con el poder. Este último punto ponía de manifiesto la naturaleza contradictoria de su política, ya que no podía esperarse que un verdadero Parlamento democrático ratificase la toma del poder por parte de los socialistas.

Tal y como se afirmaba en las instrucciones del Comité, la insurrección debía tener «todos los caracteres de una guerra civil» y su éxito dependería de «la extensión que alcance y la violencia con que se produzca», aunque no existe indicio de ningún plan para ejecuciones políticas. El mapa de Madrid se organizó en barrios, en los que se señalaron los puntos clave, y se redactaron listas de personas a las que había que arrestar. El Comité Revolucionario planeaba servirse de millares de milicianos, con la complicidad de ciertos guardias de asalto y guardias civiles, cuyos uniformes serían utilizados por algunos de los insurrectos. Empleó un manual escrito por el mariscal Tujachevski y otros oficiales del Ejército Rojo bajo el seudónimo de «A. Neuberg» y titulado La insurrección armada, publicado en español y en otros idiomas en 1932 como parte de la ofensiva revolucionaria del «Tercer Periodo» de la Komintern.

En 1933 y 1934, la actividad huelguística alcanzó cifras hasta entonces desconocidas, aunque los socialistas todavía dudaban si desencadenar su insurrección; al final decidieron utilizarla en parte como un mecanismo de defensa para evitar que la CEDA entrase a formar parte del Gobierno republicano, algo a lo que, sin duda, tenía todo el derecho. Mientras tanto, en 1934, los socialistas se unieron a la revolucionaria Alianza Obrera, una coalición imprecisa de todos los partidos obreros de izquierda, salvo la CNT, llegando a ser su principal fuerza política.

El rígido control en el acceso al Gobierno republicano ejercido por el presidente Alcalá-Zamora (que también desconfiaba de la CEDA) les sirvió de acicate. Aunque hizo caso omiso a todas las peticiones de cancelación de los resultados electorales de 1933, Alcalá-Zamora también se negó a respetar la composición del nuevo Parlamento, insistiendo en nombrar un Gobierno minoritario de radicales centristas al que, al principio, apoyarían con sus votos los líderes de la CEDA.

Mientras tanto, entre abril y julio de 1934, Azaña y otros líderes republicanos de izquierda se aventuraron en una serie de turbias maniobras, insistiendo en la «hiperlegitimidad» de un Gobierno izquierdista aunque éste no había sido el resultado de los recientes comicios. Con ello pretendían alentar, si no obligar, al presidente Alcalá-Zamora a que nombrase una nueva coalición minoritaria de gobierno procedente de la izquierda moderada (pese a su carencia de votos), que convocaría unas nuevas elecciones lo antes posible.

Si Alcalá-Zamora se negaba, la alternativa sería forzar la mano del presidente con una suerte de «pronunciamiento civil». Lo que Azaña parecía tener en mente a finales de junio era una entente entre los republicanos de izquierda, Esquerra Catalana y los socialistas, con la que formar un Gobierno alternativo de la izquierda moderada en Barcelona, el cual, apoyado por una huelga socialista, general y pacífica, convencería al presidente de que se les debía permitir asumir el poder. El primero de julio, Azaña proclamó que «Cataluña es el único poder republicano que hay en pie en la Península» (una afirmación totalmente absurda y alejada de la realidad) para continuar diciendo que la situación en que se hallaba el país era idéntica a la que había existido antes del colapso de la Monarquía (otra afirmación ridícula) e invocar el pronunciamiento militar republicano de 1930 declarando que «unas gotas de sangre generosa regaron el suelo de la República y la República fructificó. Antes que la República convertida en sayones del fascismo o del monarquismo… preferimos cualquier catástrofe, aunque nos toque perder»[2]. Aunque esto pudiera sonar a llamamiento a la guerra civil, se trataba con toda probabilidad de una de las hipérboles típicas de Azaña refiriéndose a un «pronunciamiento civil», algo imposible de llevar a la práctica porque los socialistas se negaron a tomar parte en el mismo.

Si Alcalá-Zamora impedía que la izquierda moderada formase un Gobierno extraparlamentario, ésta esperaba que, como mínimo, continuara obstaculizando la participación de la CEDA en el Gobierno. Sin embargo, cuando antes de la reapertura de las Cortes, el 1 de octubre, Gil Robles anunció que su partido exigiría, cuando menos, algunos puestos en un Gobierno de coalición mayoritario, el presidente de la República sólo podría haberse negado pagando el precio de unas nuevas elecciones, algo absolutamente injustificado.

Así, la entrada de tres cedistas en un Gobierno de coalición de centro-derecha, dominado por Alejandro Lerroux y los radicales, se convirtió en la excusa para que, el 4 de octubre, se pusiera en marcha la insurrección de la Alianza Obrera y Esquerra Catalana. El argumento esgrimido por la izquierda era que tanto Mussolini como Hitler también habían alcanzado el poder de forma legal, contando con una pequeña representación en un Gobierno de coalición. Semejante base lógica dependía de la consideración de la CEDA como «fascista», pese a que el nuevo partido católico había observado la legalidad con todo cuidado y, al contrario que los socialistas, había evitado cualquier acto violento o acción directa. De hecho, como señaló Besteiro, el PSOE presentaba en ese momento más rasgos propios de una organización fascista que la CEDA. Los insurrectos también asumieron que abandonar el Gobierno parlamentario era en interés de España —o al menos de la izquierda— pese a que tal proposición resultaba muy dudosa.

A pesar de que el levantamiento se intentó al menos en quince provincias, sólo alcanzó el éxito en Asturias, donde los revolucionarios se hicieron con el control de la cuenca minera y de gran parte de Oviedo. Desde el Protectorado de Marruecos y otros lugares se enviaron a la zona destacamentos del ejército, lo que dio pie a más de dos semanas de combates antes de que la revuelta quedara finalmente sofocada. Los revolucionarios perpetraron atrocidades a gran escala, acabando con la vida de 40 sacerdotes y civiles derechistas, generalizando la destrucción y los incendios provocados y saqueando al menos quince millones de pesetas de los bancos, la mayor parte de los cuales nunca se recuperó. Por su parte, los militares encargados de poner fin a la insurrección llevaron a cabo entre 19 y 50 ejecuciones sumarias. En conjunto, murieron unas 1.500 personas, revolucionarios en su mayor parte, se arrestó a alrededor de 15.000 y, durante las primeras semanas que siguieron a la revuelta, se produjeron casos de maltrato a prisioneros que incluyeron palizas y torturas.

Los efectos de la insurrección de octubre resultaron ser mucho más intensos y traumáticos que los de las anteriores sublevaciones anarquistas o los de la Sanjurjada, ya que, en Asturias, los revolucionarios se hicieron con el control de la mayor parte de la provincia, necesitándose una verdadera campaña militar para derrotarlos. La polarización política se intensificó más que nunca y muchos historiadores se han referido a ella como «el preludio de» o «la primera batalla» de la Guerra Civil. Gabriel Jackson escribiría unos treinta años más tarde: «De hecho, cada forma de fanatismo que iba a caracterizar a la Guerra Civil estuvo presente durante la revolución de octubre y sus secuelas; la revolución utópica echada a perder por el esporádico terror rojo; la sistemática y sangrienta represión de las “fuerzas del orden”, la confusión y desmoralización de la izquierda moderada; la fanática venganza por parte de la derecha».

Sus efectos traumáticos son indudables, pero ¿en realidad fue la revolución de octubre el comienzo de la Guerra Civil? Mientras la planeaban, los socialistas la reconocieron como una forma de guerra civil, pero acabó en una derrota total, mientras que la República quedó intacta. Desde luego, la insurrección fue el preludio de una verdadera guerra civil, pero careció de la fuerza necesaria para hacer estallar el gran conflicto. Incrementó en gran medida la polarización, pero siguió existiendo una posibilidad de sobreponerse a ella. No era inevitable que se produjera otra insurrección (de izquierdas o de derechas), pero para evitarla hubiera sido necesario que los líderes políticos del país aprovecharan las oportunidades que todavía les quedaban, lo que dependía de cómo las fuerzas centristas y de la derecha y la izquierda moderadas hicieran uso de ellas durante los dos años siguientes. La intensidad y alcance de la insurrección fueron advertencias, pero no el inevitable origen de la Guerra Civil.


40 PREGUNTAS FUNDAMENTALES SOBRE LA GUERRA CIVIL
STANLEY G. PAYNE
LA ESFERA DE LOS LIBROS, 2006
ISBN 9788497345736
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