Stanley G. Payne: ¿Fue la insurrección socialista de
1934 el primer acto de la Guerra Civil española?
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Julián
Besteiro, fue marginado
por ser demócrata en 1934
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Paradójicamente, fue Julián Besteiro (profesor de filosofía y principal estudioso del
marxismo entre los socialistas) quien con más franqueza se opuso a la
revolución violenta. Besteiro, que también lideraba la Comisión Ejecutiva
de la UGT, advirtió que España no era Rusia, que una revolución en España
habría de ser violenta en extremo, siendo probable que fracasase, y que la
«dictadura del proletariado» que invocaban los revolucionarios resultaba un
concepto anticuado.
Stanley George Payne
DURANTE el primer bienio republicano, los socialistas
constituyeron la mayor fuerza dentro de la izquierda moderada. Aunque nunca
modificaron su doctrina marxista ni renunciaron de manera oficial a la
revolución a favor de la democracia, en la práctica seguían una política de
facto de reformismo democrático que parecía asumir que la democracia
parlamentaria conduciría al socialismo, postura a la que el propio Friedrich
Engels se había acercado mucho a finales del siglo XIX.
La actitud de gran parte de la cúpula y las bases
socialistas comenzó a cambiar en el verano de 1933, algo en lo que tuvieron
mucho que ver tanto la brusca conclusión del primer gobierno de Azaña (que
incrementó la tensión en las relaciones con los republicanos de izquierdas),
como la idea de que el reformismo republicano estaba dando sus últimos
coletazos. El discurso que Largo
Caballero pronunció en la escuela de verano de las Juventudes Socialistas en
agosto de 1933, en el que afirmaba la necesidad esencial de recurrir a la
revolución violenta, se considera el primer indicio de un posible cambio de
política. La presión que los republicanos centristas (y algunos de
izquierda) ejercieron aquel verano sobre los socialistas para que abandonasen el
Gobierno estimuló esta reorientación. Sin embargo, el factor crucial fue, en
esencia, el resultado de las elecciones de 1933, que demostró que la izquierda
no era capaz de controlar el Gobierno republicano mediante métodos democráticos
y parlamentarios. Para los socialistas la cuestión principal no era la
democracia parlamentaria o la revolución per
se, sino una simple cuestión de poder.
Tras la disolución final del gobierno de Azaña se
originó en el movimiento socialista una poderosa corriente de rechazo hacia
cualquier colaboración posterior con los políticos «burgueses», incluso con los
republicanos de izquierda, una tendencia que se vio alentada aún más por
acontecimientos extranjeros, como el sometimiento de uno de los más fuertes
partidos socialistas europeos por parte del autoritario Gobierno Dollfuss en
Austria, al que siguió la fallida insurrección socialista de febrero de 1934.
Este giro hacia la violencia se puso de manifiesto
durante el otoño de 1933, cuando los socialistas se lanzaron a una serie de
ataques letales a los derechistas durante la campaña electoral. Su principal
objetivo durante los siguientes meses fueron los miembros de la nueva
organización fascista Falange Española. Paradójicamente, fue Julián Besteiro (profesor de filosofía y principal estudioso del
marxismo entre los socialistas) quien con más franqueza se opuso a la
revolución violenta. Besteiro, que también lideraba la Comisión Ejecutiva
de la UGT, advirtió que España no era Rusia, que una revolución en España habría
de ser violenta en extremo, siendo probable que fracasase, y que la «dictadura
del proletariado» que invocaban los revolucionarios resultaba un concepto
anticuado.
Sin embargo, en
enero de 1934 Largo Caballero, líder de los revolucionarios, sustituyó a
Besteiro al frente de la UGT, que, junto a las juventudes Socialistas,
constituiría de ahí en adelante la base del radicalismo socialista. Se creó un
Comité Revolucionario y se preparó un programa reclamando la nacionalización de
la tierra (aunque no de la industria) y la disolución de todas las órdenes
religiosas, así como del Ejército y la Guardia Civil, y exigiendo que unas
nuevas Cortes, elegidas democráticamente, ratificasen todos estos cambios una
vez que los revolucionarios se hubiesen hecho con el poder. Este último punto
ponía de manifiesto la naturaleza contradictoria de su política, ya que no
podía esperarse que un verdadero Parlamento democrático ratificase la toma del
poder por parte de los socialistas.
Tal y como se afirmaba en las instrucciones del
Comité, la insurrección debía tener
«todos los caracteres de una guerra civil» y su éxito dependería de «la
extensión que alcance y la violencia con que se produzca», aunque no existe
indicio de ningún plan para ejecuciones políticas. El mapa de Madrid se
organizó en barrios, en los que se señalaron los puntos clave, y se redactaron
listas de personas a las que había que arrestar. El Comité Revolucionario
planeaba servirse de millares de milicianos, con la complicidad de ciertos
guardias de asalto y guardias civiles, cuyos uniformes serían utilizados por
algunos de los insurrectos. Empleó un manual escrito por el mariscal
Tujachevski y otros oficiales del Ejército Rojo bajo el seudónimo de «A.
Neuberg» y titulado La insurrección
armada, publicado en español y en otros idiomas en 1932 como parte de la
ofensiva revolucionaria del «Tercer Periodo» de la Komintern.
En 1933 y 1934, la actividad huelguística alcanzó
cifras hasta entonces desconocidas, aunque los socialistas todavía dudaban si
desencadenar su insurrección; al final decidieron utilizarla en parte como un
mecanismo de defensa para evitar que la CEDA entrase a formar parte del
Gobierno republicano, algo a lo que, sin duda, tenía todo el derecho. Mientras
tanto, en 1934, los socialistas se unieron a la revolucionaria Alianza Obrera,
una coalición imprecisa de todos los partidos obreros de izquierda, salvo la
CNT, llegando a ser su principal fuerza política.
El rígido control en el acceso al Gobierno republicano
ejercido por el presidente Alcalá-Zamora (que también desconfiaba de la CEDA)
les sirvió de acicate. Aunque hizo caso omiso a todas las peticiones de
cancelación de los resultados electorales de 1933, Alcalá-Zamora también se
negó a respetar la composición del nuevo Parlamento, insistiendo en nombrar un
Gobierno minoritario de radicales centristas al que, al principio, apoyarían
con sus votos los líderes de la CEDA.
Mientras tanto, entre abril y julio de 1934, Azaña y
otros líderes republicanos de izquierda se aventuraron en una serie de turbias
maniobras, insistiendo en la
«hiperlegitimidad» de un Gobierno izquierdista aunque éste no había sido el
resultado de los recientes comicios. Con ello pretendían alentar, si no
obligar, al presidente Alcalá-Zamora a que nombrase una nueva coalición
minoritaria de gobierno procedente de la izquierda moderada (pese a su carencia
de votos), que convocaría unas nuevas elecciones lo antes posible.
Si Alcalá-Zamora se negaba, la alternativa sería
forzar la mano del presidente con una suerte de «pronunciamiento civil». Lo que
Azaña parecía tener en mente a finales de junio era una entente entre los
republicanos de izquierda, Esquerra Catalana y los socialistas, con la que
formar un Gobierno alternativo de la izquierda moderada en Barcelona, el cual, apoyado
por una huelga socialista, general y pacífica, convencería al presidente de que
se les debía permitir asumir el poder. El primero de julio, Azaña proclamó que
«Cataluña es el único poder republicano que hay en pie en la Península» (una
afirmación totalmente absurda y alejada de la realidad) para continuar diciendo
que la situación en que se hallaba el país era idéntica a la que había existido
antes del colapso de la Monarquía (otra afirmación ridícula) e invocar el
pronunciamiento militar republicano de 1930 declarando que «unas gotas de
sangre generosa regaron el suelo de la República y la República fructificó.
Antes que la República convertida en sayones del fascismo o del monarquismo…
preferimos cualquier catástrofe, aunque nos toque perder»[2]. Aunque
esto pudiera sonar a llamamiento a la guerra civil, se trataba con toda
probabilidad de una de las hipérboles típicas de Azaña refiriéndose a un
«pronunciamiento civil», algo imposible de llevar a la práctica porque los
socialistas se negaron a tomar parte en el mismo.
Si Alcalá-Zamora impedía que la izquierda moderada
formase un Gobierno extraparlamentario, ésta esperaba que, como mínimo,
continuara obstaculizando la participación de la CEDA en el Gobierno. Sin
embargo, cuando antes de la reapertura de las Cortes, el 1 de octubre, Gil
Robles anunció que su partido exigiría, cuando menos, algunos puestos en un
Gobierno de coalición mayoritario, el presidente de la República sólo podría
haberse negado pagando el precio de unas nuevas elecciones, algo absolutamente
injustificado.
Así, la entrada de tres cedistas en un Gobierno de
coalición de centro-derecha, dominado por Alejandro Lerroux y los radicales, se
convirtió en la excusa para que, el 4 de octubre, se pusiera en marcha la
insurrección de la Alianza Obrera y Esquerra Catalana. El argumento esgrimido
por la izquierda era que tanto Mussolini como Hitler también habían alcanzado
el poder de forma legal, contando con una pequeña representación en un Gobierno
de coalición. Semejante base lógica dependía de la consideración de la CEDA
como «fascista», pese a que el nuevo partido católico había observado la
legalidad con todo cuidado y, al contrario que los socialistas, había evitado
cualquier acto violento o acción directa. De hecho, como señaló Besteiro, el PSOE presentaba en ese momento más rasgos
propios de una organización fascista que la CEDA. Los insurrectos también
asumieron que abandonar el Gobierno parlamentario era en interés de España —o
al menos de la izquierda— pese a que tal proposición resultaba muy dudosa.
A pesar de que el levantamiento se intentó al menos en
quince provincias, sólo alcanzó el éxito en Asturias, donde los revolucionarios
se hicieron con el control de la cuenca minera y de gran parte de Oviedo. Desde
el Protectorado de Marruecos y otros lugares se enviaron a la zona
destacamentos del ejército, lo que dio pie a más de dos semanas de combates
antes de que la revuelta quedara finalmente sofocada. Los revolucionarios
perpetraron atrocidades a gran escala, acabando con la vida de 40 sacerdotes y
civiles derechistas, generalizando la destrucción y los incendios provocados y
saqueando al menos quince millones de pesetas de los bancos, la mayor parte de
los cuales nunca se recuperó. Por su parte, los militares encargados de poner
fin a la insurrección llevaron a cabo entre 19 y 50 ejecuciones sumarias. En
conjunto, murieron unas 1.500 personas, revolucionarios en su mayor parte, se
arrestó a alrededor de 15.000 y, durante las primeras semanas que siguieron a
la revuelta, se produjeron casos de maltrato a prisioneros que incluyeron
palizas y torturas.
Los efectos de
la insurrección de octubre resultaron ser mucho más intensos y traumáticos que
los de las anteriores sublevaciones anarquistas o los de la Sanjurjada, ya que, en Asturias, los revolucionarios se hicieron con el control de la
mayor parte de la provincia, necesitándose una verdadera campaña militar para
derrotarlos. La polarización política se intensificó más que nunca y muchos
historiadores se han referido a ella como «el preludio de» o «la primera
batalla» de la Guerra Civil. Gabriel Jackson escribiría unos treinta años más
tarde: «De hecho, cada forma de fanatismo que iba a caracterizar a la Guerra
Civil estuvo presente durante la revolución de octubre y sus secuelas; la
revolución utópica echada a perder por el esporádico terror rojo; la
sistemática y sangrienta represión de las “fuerzas del orden”, la confusión y
desmoralización de la izquierda moderada; la fanática venganza por parte de la
derecha».
Sus efectos traumáticos son indudables, pero ¿en
realidad fue la revolución de octubre el comienzo de la Guerra Civil? Mientras
la planeaban, los socialistas la reconocieron como una forma de guerra civil,
pero acabó en una derrota total, mientras que la República quedó intacta. Desde luego, la insurrección fue el
preludio de una verdadera guerra civil, pero careció de la fuerza necesaria
para hacer estallar el gran conflicto. Incrementó en gran medida la
polarización, pero siguió existiendo una posibilidad de sobreponerse a ella. No
era inevitable que se produjera otra insurrección (de izquierdas o de
derechas), pero para evitarla hubiera sido necesario que los líderes políticos
del país aprovecharan las oportunidades que todavía les quedaban, lo que
dependía de cómo las fuerzas centristas y de la derecha y la izquierda
moderadas hicieran uso de ellas durante los dos años siguientes. La intensidad
y alcance de la insurrección fueron advertencias, pero no el inevitable origen
de la Guerra Civil.
40 PREGUNTAS FUNDAMENTALES SOBRE LA GUERRA CIVIL
STANLEY G. PAYNE
LA ESFERA DE LOS LIBROS, 2006
ISBN 9788497345736
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